Tengo muchísimos recuerdos de mi infancia al igual que todos vosotr@s, clasificables en muy buenos. Uno de ellos es cuando iba a buscar moras con mis primos cada uno en su respectiva bicicleta (medio de transporte indispensable para disfrutar cuando eres pequeño o no tanto) eso sí, tuneada a base de pegatinas y/o, varios accesorios, pues bien «nos poníamos morados» nunca mejor dicho, ¡madre mía!, volvíamos a casa manchados y empachados, y es que (moras calientes en pleno verano ingeridas sin control), pues imagínate cuál puede ser el resultado. O cuando íbamos al bosque a construir cabañas «perdidos de la mano de Dios» y sin tener miedo a nada. Tendríamos unos 10 o 12 añitos, mi primo era el «cabecilla», él se encargaba de buscar un buen sitio a poder ser llano, sin «pedrolos» ni ramas, además nos hacia cargar con todas las maderas y uralitas que por supuesto, habíamos recopilado días antes para poder llevar a cabo nuestra gran obra arquitectónica llamada, «cabaña». La verdad es que se le daba bien a mi primo eso de ser el «jefe», tenía y sigue teniendo carisma el «chaval». Pero uno de los recuerdos más arriesgados era el de tirarnos cuesta abajo sentados o estirados en un monopatín sin frenos, tengo que decir que las cajas de vendas y botellas de agua oxigenada no daban a basto, ¡Ostras como picaba! Luego venían los lloros y las regañinas por parte de los mayores, a lo que nosotros contestábamos con los «deditos» cruzados y escondidos detrás de la espalda; «vale no lo haremos más».
Aunque la promesa no valía de nada, no había nada más «guay» que dejarse caer por aquella cuesta o rampa.
