Cada tarde y a esa misma hora hacía y repetía lo mismo. Salía de casa y se adentraba en el sendero. Corría agitada, de vez en cuando se giraba y miraba hacia atrás. Al llegar se paraba en seco y caminaba a paso lento, una vez allí se acercaba al acantilado. Con cuidado giraba sobre sí misma contemplando lo que le rodeaba, era mar, era vida. Se sentía libre y despreocupada, intentaba retener las imágenes para poder después recrearse en el inolvidable paisaje. La sensación era inexplicable.
Se sentaba en el borde y con los pies colgando, sentía como el mar la atrapaba. Observaba a lo lejos y hasta donde sus ojitos alcanzaban a ver. Se recreaba en los colores, se sentía rescatada. Se perdía mirando como las olas chocaban contra las rocas, memorizaba cada detalle, se ensimismaba viendo como la espuma se acercaba y se alejaba, no se oía nada más, tan sólo lo que emitía y arrojaba aquel lugar.
Aquel acantilado sigue estando, la niña que corría agitada lo sigue visitando, aunque no cada tarde.
