Recuerdo aquel piso situado a pocos metros del Parc Güell como si fuera ahora. Ya no era tan pequeña, subía las escaleras desde la entrada contándolas de dos en dos. Cada detalle, cada olor lo tengo grabado.
Ella nos esperaba en el rellano con la puerta abierta ilusionada por vernos. A su vez, su vecina la Señora Rosita también se agregaba a darnos la bienvenida atraída por los gritos y las voces que hacía dos minutos había oído. Salía acompañada de unos cuantos gatos que con ella convivían. Nos saludaba y nos decía «anda que contenta se pone cada vez que venís a verla«. Yo como siempre, bien educada le devolvía el saludo y a continuación, entraba en estampida en el piso de mi abuela Antonia, motivada por una bolsa de cortezas que siempre me esparaba encima de la mesa, «a ver si te las comes todas». Me decía.
Después de comerme la bolsa entera, me subía a una silla de la cocina y le abría todos los armarios para ver que más contenían. Recuerdo la de mermeladas y diferentes potes que allí se encontraban, le gustaba a mi abuela tomárse el café con una gran cucharada de leche condensada.
Después de registrarlo todo a conciencia, me iba a la habitación de enfrente y allí en una mesa camilla con su tapete bordado, había una radiogramola que siempre estaba encendida. Las emisoras eran pocas pero la compañía que le hacía para aquel entonces mucha, ya que vivía sola.
En el pasillo y encima del marco de la puerta había un reloj de cuco, al que mi padre siempre le daba cuerda, y se lo ponía en hora.
Me encantaba entrar en todas las habitaciones y hacer un repaso general. Me fijaba en los pomos de las puertas y en los tiradores de las cómodas. En la habitación que estaba al final del pasillo había un espejo enorme en el que me miraba y me contemplaba hasta que me llamaban.
Era entonces cuando salía al balcón y allí estaba mi madre regándole todas las plantas. Yo mientras me asomaba y contemplaba la calle y las vistas.
No solo es Storytelling 
😍
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