Cuando vivía con mis padres tenía una vecina, que vivía en el piso de abajo, se llamaba Ester. Era una adolescente en plena ebullición que a todas horas escuchaba música. Yo era más pequeña que ella, y la primera vez que escuché aquella canción, a través de la ventana de mi habitación recuerdo que no podía parar de bailar. Me atrapó desde el primer momento.
Ester la cantaba desde el cuarto piso y yo la tarareaba desde el quinto. La cumbia sonaba por todo el patio interior, y nos animaba hasta que ella se cansaba. Poco a poco empecé a aprenderme la letra y a cantarla como si estuviera en un concierto.
Un día y después de muchas semanas sonando aquella melodía, decidí bajar a su casa, con la intención de poder compartir ese momento de alegría en directo.
Abrí la puerta y bajé las escaleras del edificio que nos separaban. Toqué al timbre y su madre que estaba en casa me abrió, me saludó y me invitó a pasar.
Yo no me lo pensé, me dirigí a la habitación de Ester. Allí estaba ella con su pelo suelto, en pijama, bailando y riendo. Al verme me preguntó;
¿qué tal, Susana?, recuerdo que le contesté con timidez que quería escuchar la canción. Ester sonrió y de nuevo puso aquel disco, me fijé en que ella también tenía la ventana abierta y sin pensármelo dos veces me dejé llevar. Bailé, y canté como nunca «colegiala de mi amor. «